Cuando
los griegos de Menelao, Ulises y Aquiles conquistaron Troya, en el Asia Menor,
y la pasaron a sangre y fuego, uno de los pocos defensores que se salvó fue
Eneas, fuertemente “recomendado” por su madre, que era nada menos que la diosa Venus (Afrodita).
Con
una maleta a hombros, llena de imágenes de sus celestes protectores, entre los
cuales, naturalmente, el puesto de honor correspondía a su buena mamá, pero sin
una lira en el bolsillo, el pobrecito se dio a recorrer el mundo, al azar.
Después de no se sabe cuántos años de aventuras y desventuras, desembarcó,
siempre con las maletas a cuestas, en Italia; se puso a remontarla hacia el
norte, llegó al Lacio, donde se casó con la hija del rey latino, que se llamaba
Lavinia, fundó una ciudad a la que dio el nombre de la esposa, y al lado de
esta vivió feliz y contento el resto de sus días.
Su
hijo Ascanio fundó Alba Longa, convirtiéndola en nueva capital. Y tras ocho
generaciones, es decir, unos doscientos años después del arribo de Eneas, dos
de sus descendientes, Numitor y Amulio, estaban aún en el tronco del Lacio.
Desgraciadamente, dos en un trono están muy apretados. Y así, un día, Amulio
echó al hermano para reinar solo, y le mató todos los hijos, menos uno: Rea
Silvia. Más, para que no pudiese traer al mundo algún hijo a quien, de mayor,
se le pudiese antojar vengar al abuelo, la obligó a hacerse sacerdotisa de la
diosa Vesta, o sea monja.
Un
día, Rea, que probablemente tenía muchas ganas de marido y se resignaba mal a
la idea de no poder casarse, tomaba el fresco a orillas del río porque era un
verano tremendamente caluroso, y se quedó dormida. Por casualidad pasaba por
aquellos parajes del dios Marte, que bajaba a menudo a la tierra, un poco para
organizar una guerrita que otra, que era su oficio habitual, y otro en busca de
chicas, que era su pasión favorita. Vio a Rea Silva. Se enamoró de ella, y sin
despertarla siquiera, la embarazó.
Amulio
se encolerizó muchísimo cuando lo supo. Más no la mató. Aguardo a que pariese,
no uno, sino dos chiquillos gemelos. Después, ordenó meterlos en pequeñísimas
almadía que confió al río para que se los llevase, al filo de la corriente,
hasta el mar, y allí se ahogasen. Más no había contado con el viento, que aquel
día soplaba con bastante fuerza, y que condujo la frágil embarcación no lejos
de allí, encallando en la arena de la orilla, en pleno campo. Ahí, los 2
desamparados, que lloraban ruidosamente, llamaron la atención de una loba que
acudió para amamantarlos. Y por eso este animal se ha convertido en el símbolo
de Roma, que fue fundada después por los dos gemelos.
Los
maliciosos dicen que aquella loba no era en modo alguno una bestia, sino una
mujer de verdad, Acca Laurentia, llamada loba a causa de su carácter salvajino
y por las muchas infidelidades que hacía a su marido, un pobre pasto, yéndose a
hacer el amor en el bosque con todos los jovenzuelos de los contornos. Más
acaso todo eso no son más que chismorreos.
Los
dos gemelos mamaron la leche, luego pasaron a las papillas, después echaron los
primeros dientes, recibieron uno el nombre de Rómulo, el otro, el de Remo,
crecieron y al final supieron su historia. Entonces, volvieron a Alba Longa,
organizaron una revolución, mataron a Amulio y repusieron en el trono a Numitor.
Después, impacientes, como todos los jóvenes, por hacer algo importante, en vez
de esperar un buen reino edificado por el abuelo, que sin duda se lo hubiera
dejado, se fueron a construir otro nuevo un poco más lejos. Y eligieron el
sitio donde su almadía había encallado, en medio de las colinas entre las que
discurre el Tíber, cuando está a punto de desembocar en el mar. En aquel lugar,
como a menudo sucede entre hermanos, litigaron sobre el nombre que dar a la
ciudad. Luego decidieron que ganaría el que hubiese visto más pájaros. Rómulo,
sobre el Palatino, vio doce: la ciudad se llamaría, pues, Roma. Uncieron dos
blancos bueyes, excavaron un surco, y construyeron las murallas jurando matar a
quienquiera las cruzase. Remo, malhumorado por la derrota, dijo que eran
frágiles y rompió un trozo de un puntapié. Y Rómulo, fiel al juramento, le mato
de un badilazo.
Todo
esto, dícese, aconteció 753 años antes de que Jesucristo naciese, exactamente
el 21 de abril, que todavía se celebra como el aniversario de la ciudad,
nacida, como se ve, de un fratricidio. Sus habitantes hicieron de ellas el
comienzo de la Historia Del Mundo, hasta que el advenimiento del Redentor
impuso otra contabilidad.
Tal
vez también los pueblos vecinos hacían otro tanto: cada uno de ellos databa la
Historia del Mundo por la fundación de la propia capital, Alba Longa, Rieti,
Tarquinia o Arezzo. Más no lograron que los otros lo reconocieran, porque
cometieron el pequeño error de perder la guerra, más aún, las guerras. Roma, en
cambio, las ganó. Todas. La finca de pocas hectáreas que Rómulo y Remo
recortaron con el arado entre las colinas del Tíber convirtiéndose en el
espacio de pocos siglos en el centro del Lacio, después de Italia, y más tarde,
del mundo conocido hasta entonces. Y en todo él se habló su lengua, se
representaron sus leyes y se contaron los años ab urbe condita, o sea, desde aquel famoso 21 de abril de 753 antes de Jesucristo, comienzo de la historia de Roma y de su civilización.
Naturalmente las cosas no acontecieron precisamente así. Pero así los papás romanos quisieron durante muchos siglos que les fuesen contadas a sus hijos: un poco, porque creían en ellas y otro poco, porque, grandes patriotas, les halagaba mucho el hecho de poder mezclar los dioses influyentes como Venus y Marte y personajes de elevada posición como Eneas, al nacimiento de su Urbe. Sentían oscuramente que era muy importante educar a sus hijos en la convicción de que pertenecían a una patria edificada con el concurso de seres sobrenaturales, que seguramente no se hubieran prestado a ello de no haberse propuesto asignarle un gran destino. Esto dio un fundamento religioso a toda la historia de Roma, que, en efecto, se derrumbó cuando se prescindió de él.
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